miércoles, 8 de marzo de 2017

II Premio Literario Carmen Gomez Ojea

                                       Carmen Gomez Ojea entregando el premio a Cristina
                                                                      Suarez
  LA LISTA


 Comenzó haciendo una lista, eso era lo único que se le ocurrió que podía hacer. Lo había visto en una película de la televisión: una madre le decía a un hijo adolescente que para resolver sus problemas debía hacer una lista de lo positivo y otra de lo negativo de su vida. Si hacer una lista podía ayudar a un adolescente, sin duda, serviría también para que ella se aclarase, de una vez por todas, sobre qué hacer con su matrimonio. Lo primero fue trazar una raya en el medio del inmaculado folio en blanco. A la izquierda puso positivo y a la derecha negativo. Cogió el lápiz, repiqueteó con este en la mesa pensando qué cosas podría decir a favor de su matrimonio. Tras un buen rato, sólo le venía una única idea a la cabeza: eliminar a mi marido. Bien, no parecía que aquello fuera realmente positivo, pero para ella sería tal liberación que casi sentía cómo llegaba la felicidad a su vida, y eso hizo que esbozase una amplia sonrisa. Fijó su vista en la columna de la derecha. Ahora tocaba algo negativo, cruzó los brazos sobre la mesa esforzándose en visualizar sobre el papel sus ideas, pero nuevamente solo le vino a la cabeza una cosa: eliminar a su marido. Claramente, deshacerse de aquel que había hecho que los veinte últimos años de su vida hubiesen sido si no un infierno, sí un largo período de tristeza, hastío y desventura, traía como consecuencia el alivio, pero también el miedo a ser descubierta si llevaba a cabo cualquier tipo de plan que conllevase eliminar a su marido, no solo de su vida, sino de la faz de la tierra, y es que su marido era un miserable cabrón en cuerpo y alma. Trató de recordar en qué momento aquel rencor, que fue creciendo con los años, se instaló en el fondo de su alma. Se conocieron en una romería siendo casi unos niños, el primer beso se lo dieron al son de un pasodoble, y se hicieron formalmente novios después de ver en el cine de verano del pueblo “Lo que el viento se llevó”. A partir de ese día dos cosas fueron ya permanentemente parte de su vida: su marido y su intensa pasión por el cine. La vida en el pueblo no le había permitido ver muchas películas, pero disfrutaba y recordaba de cada una de ellas vista en la gran pantalla. Cuando no tenía esa posibilidad, la televisión suplía esa pasión por sumergirse en las vidas ajenas a través del celuloide. Se hizo tele adicta, lo mismo le daba una de vaqueros que de ciencia ficción, todas tenían algo que ella nunca pudo conseguir y que no era otra cosa que un poco de aventura, de intriga, de esperanza, de pasión. El matrimonio con un hombre mezquino, que solo la quiso para convertirla en esclava de su casa, permanente objeto sexual mientras sus carnes fueron lozanas y tersas, un hombre que gastaba en vicios cuanto ganaba, que explotaba a su mujer obligándola a trabajar horas interminables en casas ajenas para mantener su forma de vida inmersa en el juego y el alcohol, había sido cuanto había conocido en los últimos veinte años. Pero tenía un secreto, tenía otra vida paralela, en ésta Paul Newman la miraba como si fuera una “Gata sobre un tejado de zinc” y Robert Redford vivía con ella una aventura en “Tal como éramos”. En esa vida, ella era valiente y decidida como Ingrid Berman en “Juana de Arco”, capaz de burlarse de los piratas al lado de Tyron Power o de


Errol Flyn. En ese mundo paralelo ella era heroína, espía, amante apasionada y su vida estaba llena de glamour y de cosas para recordar. De repente se dio cuenta. No había nada malo en eliminar a su marido porque él no aportaba nada bueno a la vida de nadie. Era un parásito, un ser que nadie echaría a faltar en el momento que pasasen unos días de su muerte. Su madre había fallecido y a su padre no le había conocido ni su propia madre, más allá de un instante de pasión con un desconocido que pasó un fin de semana campestre en el pueblo. ¿Quién iba a tomarse la molestia de averiguar qué le había pasado a un individuo sin oficio ni beneficio? ¿Sus compañeros de timba? Gracias a ella y a su sacrificado trabajo de cada día, no tenía deudas de juego, suponía que tampoco amantes, porque el alcohol le había dejado por virilidad un triste e inútil colgajo sin vida entre las piernas. Definitivamente tenía que matarlo, no solo porque no aportase nada a su vida sino porque no aportaba nada a la humanidad, antes bien era un estorbo para ella y para el mundo, pero ¿cómo lo haría?, y sobre todo, ¿cómo lo haría sin que la pillasen? Cogió otro folio decidida a elaborar una nueva lista, trazó una rápida raya en medio, tenía urgencia por ver cómo llevar a cabo su plan. Esta vez decidió que pondría en el encabezado la pregunta: cómo asesinar a mi marido. A continuación, listaría los pros y contras del sistema elegido para hacerlo. Bloqueada ante el folio en blanco sólo le venían a la mente imágenes de viejas películas de gánsters, de vaqueros, pistolas humeantes que acababan con cobardes malhechores. Harry el sucio y su “Adelante alégrame el día” pero ella no tenía pistola. Entonces se dio cuenta. Eso es, las películas eran la clave. Buscaría la película perfecta para llevar a cabo su plan. Arrebujó el papel y decidió hacer una lista de todas las películas en las que había asesinatos casi perfectos. La primera película que recordó fue “Qué he hecho yo para merecer esto”. En ella Carmen Maura mataba a su marido con una pata de jamón. La verdad es que en su casa no había entrado en toda su vida una pata de jamón. Los dineros no daban para tanto. Claro que si necesitaba comprar un arma para el crimen una pata de jamón era algo inocuo, a nadie se le ocurriría pensar en ella como un instrumento para matar, eso sí, tendría que esperar a comerse todo el jamón y luego buscar el momento adecuado para llevar a cabo el plan. Lo mejor sería en la ducha, un buen garrotazo y ¡zas!, libre para siempre. Claro que si no lo mataba a la primera -quizá su marido se resistiese-, la victima podría acabar siendo ella. Otro punto en contra era la posibilidad de una autopsia, ahora había muchos medios para estudiar un crimen. La policía científica quizá se encontrase en el cráneo una astilla de jamón, o restos de tocino en una oreja y atarían cabos, se darían cuenta de que el accidente no había sido tal. Las pruebas apuntarían hacia ella porque ¿quién si no ella habría comprado la pata de jamón?, y si la juzgaban, poca defensa tendría, el hecho de haber esperado a comerse todo el jamón indicaba que existía premeditación y probablemente alevosía. Definitivamente, Carmen Maura se había salvado porque eran otros tiempos, le tocó un inspector de policía idiota y porque le dio la gana a Almodóvar. En la misma línea de accidente casero estaba la trama de “El cartero siempre llama dos veces”. Aunque su marido estuviese en la ducha y cortase repentinamente la luz ¿qué posibilidades existían de que tuviera un accidente? En el Cartero siempre llama dos veces el crimen se perpetraba entre dos amantes y ella estaba sola, ni tenía quien cortase la luz, ni quien le arrease un empujón o un buen golpe a su marido mientras ella la cortaba. Estaba claro que este plan tenía muchos más puntos en contra que a favor. Si el cabrón de su marido hiciese algún tipo de deporte siempre le podría comprar una bicicleta, alquilar un coche, o aprender a robarlo y revivir “La muerte de un ciclista”. Esperaría el momento oportuno y se lo llevaría por delante. De todas las películas esta era la más absurda, su marido era incapaz de subirse a una bici y, aunque lo hiciera, ella ni tenía carné, ni sabía conducir. Cabeceó sintiéndose estúpida por tan siquiera haber pensado en aquella película. Tenía que centrarse más, en el fondo de sus más queridas películas estaba aquella que le daría la solución perfecta. La siguiente de la que se acordó fue “Extraños en un tren”. Esa sí que era una buena idea, buscar a un extraño que matase a tu marido a cambio de cometer tú otro asesinato por él. ¿Quién podría sospechar de alguien que no tenía móvil? El problema era encontrar a alguien tan desesperado como ella, alguien que estuviera decidido a realizar el crimen. Pensó en sus vecinas del barrio, en las mujeres a las que les limpiaba la casa, las cajeras del supermercado. Seguro que alguna tenía tantos motivos como ella misma para llevar a cabo un asesinato. Conocía a mujeres a las que sistemáticamente les pegaba su marido, mujeres que, como ella, vivían amargadas en un matrimonio infeliz; mujeres deseosas de vivir otras vidas. Cuanto más pensaba, menos fácil veía el plan porque necesitaba abrirse a otra persona, compartir sus ideas y podría ocurrir que lejos de colaborar, esa otra persona no se ciñese a lo acordado, se volviese atrás, la denunciase. Definitivamente podría funcionar, pero de no ser así los riesgos de acabar con sus huesos en la cárcel eran altísimos. Estaba claro que no se concentraba bien, tenía que haber una historia que encajase en la suya, que le permitiese realizar un crimen perfecto, y de repente le vino a la cabeza, ¿cómo no se le había ocurrido? ¡El veneno! ¡Esa era la solución! Como en la película de Alfred Hitchcock ¿cómo se llamaba? “Sospecha”, con Cary Grant, ¿o no era esa?, dudaba, a veces las historias se le complicaban en la cabeza, se mezclaban unas con otras. Independientemente de la película, la idea era buena, no necesitaba un veneno sofisticado ni exótico, desde luego tampoco podría hacerlo a través de un áspid como Cleopatra porque ¡a ver de dónde podía ella sacar una serpiente venenosa! No se iba a ir por el monte buscando una víbora. Además, si la encontrase ¿cómo la cogería? ¿Qué garantías tenía de que no la hiriese a ella misma? Y por supuesto ¿cómo explicar a la policía que en su casa había entrado una serpiente venenosa? En realidad, la única víbora que conocía era a la vecina del tercero y esa no creía que estuviera dispuesta a morder a su marido. Soltó una breve risilla al pensar en la dentadura postiza de la Loli hincándole un mordisco en el culo a su marido. Sacudió la cabeza y se arregló el mechón que comenzaba a caerle sobre la frente, casi se sintió mal por haberse tomado un momento de humor ante una situación tan peliaguda como el perpetrar un crimen. Lo del veneno seguía pareciéndole una idea magnifica. A la bruja de “Blancanieves” casi le funciona. Había muchas cosas tóxicas en una casa: insecticidas, productos de limpieza o de belleza que en pequeñas cantidades eran inocuos, pero que con dosis adecuadas podían causar graves daños, todas ellas podían ser buenas soluciones. Había leído en la prensa que, en más de una ocasión, el suministro lento de alguna sustancia tóxica había hecho que familias enteras desaparecieran a manos de una única persona. ¿Cómo se llamaba aquello? Síndrome de Münchhausen, recodaba haber oído en algún telediario o crónica de sucesos algo sobre aquello, claro que era de una madre que iba liquidando a sus hijos. No, al marido. ¿Y lo de los huevos? Claro, ahí estaba la solución. Le daría una tortilla de huevos pasados de tiempo. Pero eso no le garantizaba que no se salvase y entonces no podría envenenarle porque sería sospechoso que se intoxicase dos veces. Además, matarlo poco a poco no era precisamente lo que ella esperaba, en realidad buscaba una solución rápida y definitiva. Comenzaba a pensar que la lista de películas no conseguiría aportarle ninguna medida factible para llevar a cabo su plan, pronto amanecería y tendría que volver a su rutinaria vida. Pero ella tenía urgencia por salir de aquella situación, por fin se había decidido a tomar las riendas de su vida, a coger el toro por los cuernos y librarse de seguir siendo una amargada, una mujer sin futuro, un ama de su casa sin casa, una amante esposa sin marido que la quisiera. Quería vivir, así fuese de rodillas, pero vivir una vida nueva, salir del círculo vicioso en el que se encontraba y abrir la puerta al mundo. No tenía miedo a lo que pudiera venir porque no podría ser peor que lo que tenía. Al fondo del pasillo oía los ronquidos de su marido, pausados, metódicos, producto del tabaco y alcohol. Al despertarse reclamaría su desayuno y dinero, “porque un hombre tiene que tener dinero para invitar a los amigos” solía decir, pero nunca preguntaba de dónde salía el dinero. Llevaba años en el paro y el subsidio de servicios sociales que ella tramitó para él lo fundía casi tan rápido como lo cobraba. Ella ya no podía más, si no sabía cómo matarlo tendría que tomar una solución definitiva para ella, escribiría una nota culpándole de su muerte, aunque estaba convencida que a él le daría igual. Acabaría con todo de forma limpia, quizá le doliese, pero no más que los huesos en las mañanas de invierno cuando iba a fregar portales. Tendría miedo en el preciso momento, pero no más del que sentía cuando miraba a un futuro en bucle lleno de tristeza y penurias. Suspiró, el primer rayo de sol entraba por la ventana de la cocina, un pequeño gorrión la miraba a la espera de una miga de pan. Ella era como aquella avecilla, pequeña y a la espera de una migaja de futuro y felicidad. Las lágrimas brotaron cayendo calientes por las mejillas, mojando la lista de películas y corriéndose la tinta por el papel. Se sentía vencida, cansada. Volvió de nuevo la vista a la ventana cuando el gorrión echó a volar. Fue sin querer, de repente, sin buscarlo, la solución estaba en el gorrión. Eso es, tenía que volar, saltar al vacío. Esa era la solución definitiva que buscaba y la liberaría por fin. Sacó de entre las sábanas y escondrijos varios el poco dinero que había conseguido juntar para un imprevisto, lo guardó en un pañuelo y éste a su vez en el sujetador como le había enseñado su madre que tenía que hacer para que nadie se lo robase. Se vistió rápido porque la mañana avanzaba y no quería hacerlo cuando él se despertase, prefería dejarle el efecto sorpresa en la cara. Sólo cogió la chaqueta y bolso de los domingos, abrió despacio la puerta de casa y bajó corriendo la escalera. El día era soleado, el barullo del barrio empezaba a formarse a través de tiendas que abrían, de olores de café y pan recién hecho, niños que iban al colegio, madres sonrientes, conversaciones de obreros que se dirigían al trabajo. La mañana aparecía esplendida ante sus ojos, chispeante de vida y esperanza. Cuando despertase ella no estaría en casa, habría volado como el gorrión, volado hacia una nueva vida sin él, eso lo mataría lentamente porque él, sin oficio ni beneficio, sin dinero, sin casa propia; el, sin mujer que le sacase adelante, que alimentase sus vicios de parasito, moriría en la calle, pidiendo para sobrevivir, alcoholizado, su vida acabaría en alguna acera del frio invierno, mezclado entre los sin nada, anónimo. Al fin ella lo había entendido, lo mataría su ausencia porque sin ella no era nadie y ese sí que era un crimen perfecto. ¿Quién podría culparla por dejar de estar a su lado? Quizá tardase un tiempo, pero su marido acabaría sucumbiendo ante sus propias miserias. Había encontrado la forma de cometer el crimen perfecto. Podría ocurrir que no fuese así, que no pasase todo como ella pensaba, pero ya poco le importaba. Para ella ya estaba muerto y enterrado. Mientras caminaba sin tener decidida aún la dirección a tomar iba distrayendo la vista por los escaparates de las tiendas del barrio, de repente se detuvo ante el limpio cristal de una zapatería, su mirada se posó en unas blancas zapatillas deportivas con cordones, talonera y pespuntes dorados. No era un modelo para una mujer de su edad sino para una adolescente, pero sucumbió a la tentación de comprárselas. Salió de la tienda con ellas puestas, y con paso firme se dirigió hacia la estación para coger el primer tren que saliese sin importar el destino. Ya nada le daba miedo, tenía unas deportivas blancas cómodas para caminar y ante ella se abría un tentador sendero hacia el futuro. Gijón, 26 de marzo de 2016  

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