Carmen Gomez Ojea entregando el premio a Cristina
Suarez
LA LISTA
Suarez
LA LISTA
Comenzó
haciendo una lista, eso era lo único que se le ocurrió que podía
hacer. Lo había visto en una película de la televisión: una madre
le decía a un hijo adolescente que para resolver sus problemas debía
hacer una lista de lo positivo y otra de lo negativo de su vida. Si
hacer una lista podía ayudar a un adolescente, sin duda, serviría
también para que ella se aclarase, de una vez por todas, sobre qué
hacer con su matrimonio. Lo primero fue trazar una raya en el medio
del inmaculado folio en blanco. A la izquierda puso positivo y a la
derecha negativo. Cogió el lápiz, repiqueteó con este en la mesa
pensando qué cosas podría decir a favor de su matrimonio. Tras un
buen rato, sólo le venía una única idea a la cabeza: eliminar a mi
marido. Bien, no parecía que aquello fuera realmente positivo, pero
para ella sería tal liberación que casi sentía cómo llegaba la
felicidad a su vida, y eso hizo que esbozase una amplia sonrisa. Fijó
su vista en la columna de la derecha. Ahora tocaba algo negativo,
cruzó los brazos sobre la mesa esforzándose en visualizar sobre el
papel sus ideas, pero nuevamente solo le vino a la cabeza una cosa:
eliminar a su marido. Claramente, deshacerse de aquel que había
hecho que los veinte últimos años de su vida hubiesen sido si no un
infierno, sí un largo período de tristeza, hastío y desventura,
traía como consecuencia el alivio, pero también el miedo a ser
descubierta si llevaba a cabo cualquier tipo de plan que conllevase
eliminar a su marido, no solo de su vida, sino de la faz de la
tierra, y es que su marido era un miserable cabrón en cuerpo y alma.
Trató de recordar en qué momento aquel rencor, que fue creciendo
con los años, se instaló en el fondo de su alma. Se conocieron en
una romería siendo casi unos niños, el primer beso se lo dieron al
son de un pasodoble, y se hicieron formalmente novios después de ver
en el cine de verano del pueblo “Lo que el viento se llevó”. A
partir de ese día dos cosas fueron ya permanentemente parte de su
vida: su marido y su intensa pasión por el cine. La vida en el
pueblo no le había permitido ver muchas películas, pero disfrutaba
y recordaba de cada una de ellas vista en la gran pantalla. Cuando no
tenía esa posibilidad, la televisión suplía esa pasión por
sumergirse en las vidas ajenas a través del celuloide. Se hizo
tele adicta, lo mismo le daba una de vaqueros que de ciencia ficción,
todas tenían algo que ella nunca pudo conseguir y que no era otra
cosa que un poco de aventura, de intriga, de esperanza, de pasión.
El matrimonio con un hombre mezquino, que solo la quiso para
convertirla en esclava de su casa, permanente objeto sexual mientras
sus carnes fueron lozanas y tersas, un hombre que gastaba en vicios
cuanto ganaba, que explotaba a su mujer obligándola a trabajar horas
interminables en casas ajenas para mantener su forma de vida inmersa
en el juego y el alcohol, había sido cuanto había conocido en los
últimos veinte años. Pero tenía un secreto, tenía otra vida
paralela, en ésta Paul Newman la miraba como si fuera una “Gata
sobre un tejado de zinc” y Robert Redford vivía con ella una
aventura en “Tal como éramos”. En esa vida, ella era valiente y
decidida como Ingrid Berman en “Juana de Arco”, capaz de burlarse
de los piratas al lado de Tyron Power o de
Errol Flyn. En ese mundo
paralelo ella era heroína, espía, amante apasionada y su vida
estaba llena de glamour y de cosas para recordar. De repente se dio
cuenta. No había nada malo en eliminar a su marido porque él no
aportaba nada bueno a la vida de nadie. Era un parásito, un ser que
nadie echaría a faltar en el momento que pasasen unos días de su
muerte. Su madre había fallecido y a su padre no le había conocido
ni su propia madre, más allá de un instante de pasión con un
desconocido que pasó un fin de semana campestre en el pueblo. ¿Quién
iba a tomarse la molestia de averiguar qué le había pasado a un
individuo sin oficio ni beneficio? ¿Sus compañeros de timba?
Gracias a ella y a su sacrificado trabajo de cada día, no tenía
deudas de juego, suponía que tampoco amantes, porque el alcohol le
había dejado por virilidad un triste e inútil colgajo sin vida
entre las piernas. Definitivamente tenía que matarlo, no solo porque
no aportase nada a su vida sino porque no aportaba nada a la
humanidad, antes bien era un estorbo para ella y para el mundo, pero
¿cómo lo haría?, y sobre todo, ¿cómo lo haría sin que la
pillasen? Cogió otro folio decidida a elaborar una nueva lista,
trazó una rápida raya en medio, tenía urgencia por ver cómo
llevar a cabo su plan. Esta vez decidió que pondría en el
encabezado la pregunta: cómo asesinar a mi marido. A continuación,
listaría los pros y contras del sistema elegido para hacerlo.
Bloqueada ante el folio en blanco sólo le venían a la mente
imágenes de viejas películas de gánsters, de vaqueros, pistolas
humeantes que acababan con cobardes malhechores. Harry el sucio y su
“Adelante alégrame el día” pero ella no tenía pistola.
Entonces se dio cuenta. Eso es, las películas eran la clave.
Buscaría la película perfecta para llevar a cabo su plan. Arrebujó
el papel y decidió hacer una lista de todas las películas en las
que había asesinatos casi perfectos. La primera película que
recordó fue “Qué he hecho yo para merecer esto”. En ella Carmen
Maura mataba a su marido con una pata de jamón. La verdad es que en
su casa no había entrado en toda su vida una pata de jamón. Los
dineros no daban para tanto. Claro que si necesitaba comprar un arma
para el crimen una pata de jamón era algo inocuo, a nadie se le
ocurriría pensar en ella como un instrumento para matar, eso sí,
tendría que esperar a comerse todo el jamón y luego buscar el
momento adecuado para llevar a cabo el plan. Lo mejor sería en la
ducha, un buen garrotazo y ¡zas!, libre para siempre. Claro que si
no lo mataba a la primera -quizá su marido se resistiese-, la
victima podría acabar siendo ella. Otro punto en contra era la
posibilidad de una autopsia, ahora había muchos medios para estudiar
un crimen. La policía científica quizá se encontrase en el cráneo
una astilla de jamón, o restos de tocino en una oreja y atarían
cabos, se darían cuenta de que el accidente no había sido tal. Las
pruebas apuntarían hacia ella porque ¿quién si no ella habría
comprado la pata de jamón?, y si la juzgaban, poca defensa tendría,
el hecho de haber esperado a comerse todo el jamón indicaba que
existía premeditación y probablemente alevosía. Definitivamente,
Carmen Maura se había salvado porque eran otros tiempos, le tocó un
inspector de policía idiota y porque le dio la gana a Almodóvar. En
la misma línea de accidente casero estaba la trama de “El cartero
siempre llama dos veces”. Aunque su marido estuviese en la ducha y
cortase repentinamente la luz ¿qué posibilidades existían de que
tuviera un accidente? En el Cartero siempre llama dos veces el crimen
se perpetraba entre dos amantes y ella estaba sola, ni tenía quien
cortase la luz, ni quien le arrease un empujón o un buen golpe a su
marido mientras ella la cortaba. Estaba claro que este plan tenía
muchos más puntos en contra que a favor. Si el cabrón de su marido
hiciese algún tipo de deporte siempre le podría comprar una
bicicleta, alquilar un coche, o aprender a robarlo y revivir “La
muerte de un ciclista”. Esperaría el momento oportuno y se lo
llevaría por delante. De todas las películas esta era la más
absurda, su marido era incapaz de subirse a una bici y, aunque lo
hiciera, ella ni tenía carné, ni sabía conducir. Cabeceó
sintiéndose estúpida por tan siquiera haber pensado en aquella
película. Tenía que centrarse más, en el fondo de sus más
queridas películas estaba aquella que le daría la solución
perfecta. La siguiente de la que se acordó fue “Extraños en un
tren”. Esa sí que era una buena idea, buscar a un extraño que
matase a tu marido a cambio de cometer tú otro asesinato por él.
¿Quién podría sospechar de alguien que no tenía móvil? El
problema era encontrar a alguien tan desesperado como ella, alguien
que estuviera decidido a realizar el crimen. Pensó en sus vecinas
del barrio, en las mujeres a las que les limpiaba la casa, las
cajeras del supermercado. Seguro que alguna tenía tantos motivos
como ella misma para llevar a cabo un asesinato. Conocía a mujeres a
las que sistemáticamente les pegaba su marido, mujeres que, como
ella, vivían amargadas en un matrimonio infeliz; mujeres deseosas de
vivir otras vidas. Cuanto más pensaba, menos fácil veía el plan
porque necesitaba abrirse a otra persona, compartir sus ideas y
podría ocurrir que lejos de colaborar, esa otra persona no se ciñese
a lo acordado, se volviese atrás, la denunciase. Definitivamente
podría funcionar, pero de no ser así los riesgos de acabar con sus
huesos en la cárcel eran altísimos. Estaba claro que no se
concentraba bien, tenía que haber una historia que encajase en la
suya, que le permitiese realizar un crimen perfecto, y de repente le
vino a la cabeza, ¿cómo no se le había ocurrido? ¡El veneno! ¡Esa
era la solución! Como en la película de Alfred Hitchcock ¿cómo se
llamaba? “Sospecha”, con Cary Grant, ¿o no era esa?, dudaba, a
veces las historias se le complicaban en la cabeza, se mezclaban unas
con otras. Independientemente de la película, la idea era buena, no
necesitaba un veneno sofisticado ni exótico, desde luego tampoco
podría hacerlo a través de un áspid como Cleopatra porque ¡a ver
de dónde podía ella sacar una serpiente venenosa! No se iba a ir
por el monte buscando una víbora. Además, si la encontrase ¿cómo
la cogería? ¿Qué garantías tenía de que no la hiriese a ella
misma? Y por supuesto ¿cómo explicar a la policía que en su casa
había entrado una serpiente venenosa? En realidad, la única víbora
que conocía era a la vecina del tercero y esa no creía que
estuviera dispuesta a morder a su marido. Soltó una breve risilla al
pensar en la dentadura postiza de la Loli hincándole un mordisco en
el culo a su marido. Sacudió la cabeza y se arregló el mechón que
comenzaba a caerle sobre la frente, casi se sintió mal por haberse
tomado un momento de humor ante una situación tan peliaguda como el
perpetrar un crimen. Lo del veneno seguía pareciéndole una idea
magnifica. A la bruja de “Blancanieves” casi le funciona. Había
muchas cosas tóxicas en una casa: insecticidas, productos de
limpieza o de belleza que en pequeñas cantidades eran inocuos, pero
que con dosis adecuadas podían causar graves daños, todas ellas
podían ser buenas soluciones. Había leído en la prensa que, en más
de una ocasión, el suministro lento de alguna sustancia tóxica
había hecho que familias enteras desaparecieran a manos de una única
persona. ¿Cómo se llamaba aquello? Síndrome de Münchhausen,
recodaba haber oído en algún telediario o crónica de sucesos algo
sobre aquello, claro que era de una madre que iba liquidando a sus
hijos. No, al marido. ¿Y lo de los huevos? Claro, ahí estaba la
solución. Le daría una tortilla de huevos pasados de tiempo. Pero
eso no le garantizaba que no se salvase y entonces no podría
envenenarle porque sería sospechoso que se intoxicase dos veces.
Además, matarlo poco a poco no era precisamente lo que ella
esperaba, en realidad buscaba una solución rápida y definitiva.
Comenzaba a pensar que la lista de películas no conseguiría
aportarle ninguna medida factible para llevar a cabo su plan, pronto
amanecería y tendría que volver a su rutinaria vida. Pero ella
tenía urgencia por salir de aquella situación, por fin se había
decidido a tomar las riendas de su vida, a coger el toro por los
cuernos y librarse de seguir siendo una amargada, una mujer sin
futuro, un ama de su casa sin casa, una amante esposa sin marido que
la quisiera. Quería vivir, así fuese de rodillas, pero vivir una
vida nueva, salir del círculo vicioso en el que se encontraba y
abrir la puerta al mundo. No tenía miedo a lo que pudiera venir
porque no podría ser peor que lo que tenía. Al fondo del pasillo
oía los ronquidos de su marido, pausados, metódicos, producto del
tabaco y alcohol. Al despertarse reclamaría su desayuno y dinero,
“porque un hombre tiene que tener dinero para invitar a los amigos”
solía decir, pero nunca preguntaba de dónde salía el dinero.
Llevaba años en el paro y el subsidio de servicios sociales que ella
tramitó para él lo fundía casi tan rápido como lo cobraba. Ella
ya no podía más, si no sabía cómo matarlo tendría que tomar una
solución definitiva para ella, escribiría una nota culpándole de
su muerte, aunque estaba convencida que a él le daría igual.
Acabaría con todo de forma limpia, quizá le doliese, pero no más
que los huesos en las mañanas de invierno cuando iba a fregar
portales. Tendría miedo en el preciso momento, pero no más del que
sentía cuando miraba a un futuro en bucle lleno de tristeza y
penurias. Suspiró, el primer rayo de sol entraba por la ventana de
la cocina, un pequeño gorrión la miraba a la espera de una miga de
pan. Ella era como aquella avecilla, pequeña y a la espera de una
migaja de futuro y felicidad. Las lágrimas brotaron cayendo
calientes por las mejillas, mojando la lista de películas y
corriéndose la tinta por el papel. Se sentía vencida, cansada.
Volvió de nuevo la vista a la ventana cuando el gorrión echó a
volar. Fue sin querer, de repente, sin buscarlo, la solución estaba
en el gorrión. Eso es, tenía que volar, saltar al vacío. Esa era
la solución definitiva que buscaba y la liberaría por fin. Sacó de
entre las sábanas y escondrijos varios el poco dinero que había
conseguido juntar para un imprevisto, lo guardó en un pañuelo y
éste a su vez en el sujetador como le había enseñado su madre que
tenía que hacer para que nadie se lo robase. Se vistió rápido
porque la mañana avanzaba y no quería hacerlo cuando él se
despertase, prefería dejarle el efecto sorpresa en la cara. Sólo
cogió la chaqueta y bolso de los domingos, abrió despacio la puerta
de casa y bajó corriendo la escalera. El día era soleado, el
barullo del barrio empezaba a formarse a través de tiendas que
abrían, de olores de café y pan recién hecho, niños que iban al
colegio, madres sonrientes, conversaciones de obreros que se dirigían
al trabajo. La mañana aparecía esplendida ante sus ojos, chispeante
de vida y esperanza. Cuando despertase ella no estaría en casa,
habría volado como el gorrión, volado hacia una nueva vida sin él,
eso lo mataría lentamente porque él, sin oficio ni beneficio, sin
dinero, sin casa propia; el, sin mujer que le sacase adelante, que
alimentase sus vicios de parasito, moriría en la calle, pidiendo
para sobrevivir, alcoholizado, su vida acabaría en alguna acera del
frio invierno, mezclado entre los sin nada, anónimo. Al fin ella lo
había entendido, lo mataría su ausencia porque sin ella no era
nadie y ese sí que era un crimen perfecto. ¿Quién podría culparla
por dejar de estar a su lado? Quizá tardase un tiempo, pero su
marido acabaría sucumbiendo ante sus propias miserias. Había
encontrado la forma de cometer el crimen perfecto. Podría ocurrir
que no fuese así, que no pasase todo como ella pensaba, pero ya poco
le importaba. Para ella ya estaba muerto y enterrado. Mientras
caminaba sin tener decidida aún la dirección a tomar iba
distrayendo la vista por los escaparates de las tiendas del barrio,
de repente se detuvo ante el limpio cristal de una zapatería, su
mirada se posó en unas blancas zapatillas deportivas con cordones,
talonera y pespuntes dorados. No era un modelo para una mujer de su
edad sino para una adolescente, pero sucumbió a la tentación de
comprárselas. Salió de la tienda con ellas puestas, y con paso
firme se dirigió hacia la estación para coger el primer tren que
saliese sin importar el destino. Ya nada le daba miedo, tenía unas
deportivas blancas cómodas para caminar y ante ella se abría un
tentador sendero hacia el futuro. Gijón, 26 de marzo de 2016
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